martes, 24 de noviembre de 2009

Amor Callejero


CALLEJERA


Y cayó la unánime noche, con su negro telón chispeado de doradas escarchas y una perla plata gigante de armazón; y se tragó al día con todo y atardecer. Te busqué en la alcoba, pues sabiendo de tu pesado sueño y de tus incontrolables ganas de quedarte dormida donde te de la gana; pensé pudieras estar allí, pero no te encontré. Recorrí la cocina de un lado a otro; porque cuando menos me lo esperaba siempre estabas en ella, husmeando por comida o simplemente comiendo, y para mi sorpresa, tampoco estuviste ahí esta vez. Escudriñé cada rincón de la casa, vieja y polvorienta, la cual me pareció más grande de lo habitual. Caminé de la puerta a la azotea, del desván al corredor, de la sala al patio y de la cocina al dormitorio una vez más, y tus ojos verdes, verdes como la fruta inmadura; tus labios rosas, rosas como el brillo solaz de la mañana; tu hermoso color; tus formas; tus gemidos, que parecían antes retumbar las paredes y martillar los oídos de los vecinos cada vez que por las noches te acariciaba, ya no estaban.

No podía creer tu abandono después de todo lo que había hecho por ti, después de haberte dado abrigo y calor de hogar cuando más lo necesitabas, después de haberte rescatado de aquel mundo putrefacto en el que vivías, después de todo el amor y cariño que te brindé sin esperar nada a cambio.

Todos me advirtieron que las que son de tu clase, nunca cambian y sólo se aprovechan de uno hasta estar mejor para luego irse como si nada y yo no les hice caso, esperando que tú fueses diferente. Recordé en silencio las mil y un caricias que nos dimos y que tú, quizás, ya habías olvidado y entristecí hasta las lágrimas.

Entonces, cuando mis ojos estuvieron a punto de mojarse por las penas que a mi corazón daba tu recuerdo; apareciste meneando tu delgada cola de manera sensual y te restregaste contra mi pierna como solías hacerlo. Ni siquiera te vi, pero sonreí, y tú, pronunciaste un tibio maullido; haciéndome saber que nunca te apartaste de mí.

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